miércoles, 27 de febrero de 2013

LA HISTORIA DE LAS MONJAS Y LA BANDERA (Arturo Pérez-Reverte)

La bandera española sigue ondeando en Puerto Rico.    La historia cuenta como un hombre de origen gallego recibió al marinero español en la orilla y le juró entregar la bandera a quien mejor pudiera custodiarla. Escogió a ocho mujeres, todas de origen español, que habían dejado su tierra para atender a pobres enfermos y desvalidos. Eran religiosas y pertenecía la compañía de las   Siervas de María.   Hoy en día las     religiosas conservan con orgullo y agrado la tradición.   Sor Maximina, Sor Luisa, Sor Virtudes, Sor Prudencia y Sor Dolores son las cinco siervas de María españolas del hospital de San Juan de Puerto Rico. Desde hace más de dos siglos conservan orgullosas la tradición de hacer ondear la bandera de España cada vez que un buque compatriota visita la isla caribeña.    Cuentan que las tripulaciones de los barcos españoles siempre responden a su gesto ondeando, a su vez, la enseña nacional, como continuación de una costumbre que, según cuentan, se remonta a poco después de 1898, cuando Puerto Rico dejó de ser colonia española tras perder la Guerra Hispanoamericana.    Las monjas de esta congregación de origen español son informadas por el Consulado de España en la isla de la llegada de los barcos de ese país, de los que conservan   dedicatorias de sus capitanes como testimonio de una tradición que, a pesar de los años,   se   mantiene en este convento sanjuanero, vecino de "La Fortaleza", la residencia de los gobernadores de Puerto Rico.    Las hermanas son conocidas, además de por mantener esta tradición, por continuar la labor de entrega a los más necesitados que la congregación madrileña de Siervas de María defiende hace más de un siglo.  Las 24 hermanas que residen en este convento, todas enfermeras tituladas, además de ayudar a los enfermos que no tienen dónde recuperarse, visitan casas particulares y hospitales para dar asistencia a personas que no pueden valerse por sí mismas y carecen de apoyo familiar.    LA HISTORIA DE LAS MONJAS Y LA BANDERA   (Arturo Pérez-Reverte)    Hace algunos años, en el canal de entrada de San Juan de Puerto Rico, frente a los castillos del Morro y San   Cristóbal, me llamó la atención una enorme bandera española que alguien ondeaba en un edificio blanco próximo a la embocadura.    "Son   las   monjas", dijo quien me acompañaba, que era mi amigo y editor en Puerto Rico Miguel Tapia. "Y eso es que está entrando un barco español." No hablamos más en ese momento, pues estábamos ocupados en otras cosas; pero lo de la bandera y las monjas me picó la curiosidad. Así que después procuré enterarme bien del asunto, que resultó ser una bella historia de lealtades y nostalgias. Algo que realmente comenzó hace más de un siglo, el 16 de julio de 1898.    Aquel fue el año del desastre. Trece días antes, la escuadra del almirante Cervera, que había salido a combatir sin esperanza en el combate más estúpido y heroico de nuestra historia, había sido aniquilada en Santiago de Cuba por el abrumador poder naval norteamericano.   Los buques de   guerra yanquis bloqueaban la isla de Puerto Rico, impidiendo la llegada de refuerzos y suministros a las tropas cercadas. En esas circunstancias, el Antonio López, un moderno y rápido   buque   mercante que había salido de Cádiz con armas y pertrechos para la guarnición, recibió un telegrama con el texto: "Es Que Usted Haga Llegar Preciso El Cargamento Un Puerto Rico Aunque Sí Pierda El Barco". Veterano, disciplinado, profesional, con los aparejos en su sitio, el capitán del Antonio López, que se llamaba don Ginés Carreras, intentó burlar el bloqueo estadounidense. No lo consiguió.   El 28 de junio, cuando navegando sin luces y pegado a la costa intentaba entrar en San Juan, fue localizado por el USS Yosemite, que lo cañoneó. El capitán Carreras logró escapar a medias, varando el barco en Ensenada Honda, cerca de la playa de Socorro, desde donde en los días siguientes intentó llevar a tierra cuanto podía   salvarse del cargamento. Pero dos semanas más tarde, el USS New Orleans se acercó para dar el golpe de gracia, destrozándolo a cañonazos.    Fue entonces cuando se tejió la historia que les cuento.   Bajo el   bombardeo, un tripulante del Antonio López, que se había atado la bandera del barco a la cintura antes de echarse al agua para intentar ganar tierra a nado, llegó gravemente herido a la orilla. Nunca pudo averiguarse su nombre, pues murió en brazos de un puertorriqueño de los que acudieron a ayudar a los náufragos.    "Que no la agarren", suplicó el marinero mientras moría, señalando la bandera. Y el puertorriqueño cumplió su palabra, quizá porque se llamaba Rocaforte y era de padres gallegos. Hombre supersticioso o religioso, y en cualquier caso hombre de bien, por no incumplir la demanda de un moribundo, la guardó en su casa durante años. Y al fin, un día, pensó en las   monjas.    Eran españolas, de las Siervas de María, instaladas en la isla desde 1897. Atendían un hospital junto a la boca del puerto, y permanecieron allí después de la salida de España y la descarada apropiación de la isla por los   Estados Unidos.   Acabada la guerra, las hermanas, con la natural nostalgia, adoptaron la costumbre de saludar desde la galería del hospital, agitando sus pañuelos, cada vez que un barco de su lejana patria entraba o salía en el puerto.     Eso dio a Rocaforte la idea de confiarles la bandera. Se presentó en el hospital, contó la historia a la madre superiora, y le entregó la enseña. Y desde entonces, cuando entraba o salía de San Juan un barco español, las monjas hacían ondear en la galería, en vez de pañuelos, la vieja bandera del barco perdido.    Todavía lo hacen, un siglo después. De las veintisiete monjas que atienden hoy el hospital   de las Siervas de María, ya sólo cinco son compatriotas nuestras. Pero cada vez que un barco español pasa frente al hospital, navegando lentamente por la canal de boyas, su capitán cumple el viejo ritual de dar tres toques de sirena y hacer ondear la bandera en respuesta al saludo de   las monjas, que desde   la galería agitan la suya.   De haberlo sabido, aquel anónimo marinero del Antonio López que hace ciento doce años se arrojó al mar, intentando ganar la playa bajo el fuego norteamericano con la enseña de su barco atada a la cintura, estaría satisfecho.     Me pregunto si quienes salieron a la calle tras el último partido del Mundial de Fútbol, llenándolo todo de colores rojo y amarillo, serían conscientes de que se trataba de la misma memoria y la misma bandera. Y de que, al ondearla con júbilo en calles y balcones, rendían también homenaje a tanta ingenua y pobre gente que, manipulada,   engañada, manejada por los de siempre, ordenaron los que diseñan banderas pero nunca mueren defendiéndolas–, cumplió honradamente con lo que creía eran su deber y su vergüenza torera. Y esto incluye a las monjas de San Juan.

Hace algunos años, en el canal de entrada de San Juan de Puerto Rico, frente a los castillos del Morro y San Cristóbal, me llamó la atención una enorme bandera española que alguien ondeaba en un edificio blanco próximo a la embocadura.

"Son las monjas", dijo quien me acompañaba, que era mi amigo y editor en Puerto Rico Miguel Tapia. "Y eso es que está entrando un barco español." No hablamos más en ese momento, pues estábamos ocupados en otras cosas; pero lo de la bandera y las monjas me picó la curiosidad. Así que después procuré enterarme bien del asunto, que resultó ser una bella historia de lealtades y nostalgias. Algo que realmente comenzó hace más de un siglo, el 16 de julio de 1898.

Aquel fue el año del desastre. Trece días antes, la escuadra del almirante Cervera, que había salido a combatir sin esperanza en el combate más estúpido y heroico de nuestra historia, había sido aniquilada en Santiago de Cuba por el abrumador poder naval norteamericano.
Los buques de guerra yanquis bloqueaban la isla de Puerto Rico, impidiendo la llegada de refuerzos y suministros a las tropas cercadas. En esas circunstancias, el Antonio López, un moderno y rápido buque mercante que había salido de Cádiz con armas y pertrechos para la guarnición, recibió un telegrama con el texto: "Es Que Usted Haga Llegar Preciso El Cargamento Un Puerto Rico Aunque Sí Pierda El Barco". Veterano, disciplinado, profesional, con los aparejos en su sitio, el capitán del Antonio López, que se llamaba don Ginés Carreras, intentó burlar el bloqueo estadounidense. No lo consiguió.
El 28 de junio, cuando navegando sin luces y pegado a la costa intentaba entrar en San Juan, fue localizado por el USS Yosemite, que lo cañoneó. El capitán Carreras logró escapar a medias, varando el barco en Ensenada Honda, cerca de la playa de Socorro, desde donde en los días siguientes intentó llevar a tierra cuanto podía salvarse del cargamento. Pero dos semanas más tarde, el USS New Orleans se acercó para dar el golpe de gracia, destrozándolo a cañonazos.

Fue entonces cuando se tejió la historia que les cuento. Bajo el bombardeo, un tripulante del Antonio López, que se había atado la bandera del barco a la cintura antes de echarse al agua para intentar ganar tierra a nado, llegó gravemente herido a la orilla. Nunca pudo averiguarse su nombre, pues murió en brazos de un puertorriqueño de los que acudieron a ayudar a los náufragos.

"Que no la agarren", suplicó el marinero mientras moría, señalando la bandera. Y el puertorriqueño cumplió su palabra, quizá porque se llamaba Rocaforte y era de padres gallegos. Hombre supersticioso o religioso, y en cualquier caso hombre de bien, por no incumplir la demanda de un moribundo, la guardó en su casa durante años. Y al fin, un día, pensó en las monjas.

Eran españolas, de las Siervas de María, instaladas en la isla desde 1897. Atendían un hospital junto a la boca del puerto, y permanecieron allí después de la salida de España y la descarada apropiación de la isla por los Estados Unidos. Acabada la guerra, las hermanas, con la natural nostalgia, adoptaron la costumbre de saludar desde la galería del hospital, agitando sus pañuelos, cada vez que un barco de su lejana patria entraba o salía en el puerto.

Eso dio a Rocaforte la idea de confiarles la bandera. Se presentó en el hospital, contó la historia a la madre superiora, y le entregó la enseña. Y desde entonces, cuando entraba o salía de San Juan un barco español, las monjas hacían ondear en la galería, en vez de pañuelos, la vieja bandera del barco perdido.

Todavía lo hacen, un siglo después. De las veintisiete monjas que atienden hoy el hospital de las Siervas de María, ya sólo cinco son compatriotas nuestras. Pero cada vez que un barco español pasa frente al hospital, navegando lentamente por la canal de boyas, su capitán cumple el viejo ritual de dar tres toques de sirena y hacer ondear la bandera en respuesta al saludo de las monjas, que desde la galería agitan la suya.
De haberlo sabido, aquel anónimo marinero del Antonio López que hace ciento doce años se arrojó al mar, intentando ganar la playa bajo el fuego norteamericano con la enseña de su barco atada a la cintura, estaría satisfecho.

Me pregunto si quienes salieron a la calle tras el último partido del Mundial de Fútbol, llenándolo todo de colores rojo y amarillo, serían conscientes de que se trataba de la misma memoria y la misma bandera. Y de que, al ondearla con júbilo en calles y balcones, rendían también homenaje a tanta ingenua y pobre gente que, - manipulada, engañada, manejada por los de siempre, ordenaron los que diseñan banderas pero nunca mueren defendiéndolas–, cumplió honradamente con lo que creía eran su deber y su vergüenza torera. Y esto incluye a las monjas de San Juan.

1 comentario:

  1. El día que la selección gano el mundial fue increíble. Después de años de tener que llevar la bandera medio escondida porque era seguro que alguno de tus amigos diría una idiotez, esos mismos amigos vestían la bandera y la llevaban en alto con la cara alegra y orgullosa. Aunque haya sido un evento deportivo, fue una gozada saberse español y hermano de españoles.

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