Ayer oí en el programa de Luis Herrero una historia estremecedora. La madre de una joven, violada a los 13 años por un vecino, se encuentra casualmente con el violador, al que suponía en prisión, en la parada del autobús. El prudente individuo se dirige a ella y, en un ejercicio de delicadeza, le pregunta cómo está su hija. A continuación, entra en un bar.
Esa madre, a la que según su abogado y no me extraña, ya se le fue la pinza en el momento de la violación, debió romper el último lazo que la unía con la cordura, se fue a una gasolinera cercana, compró un euro de gasolina en una botella de plástico, se metió en el bar y roció al jacho, prendiéndole fuego posteriormente. El violador murió 10 días después (espero que entre atroces sufrimientos).
Estos son los hechos.
Ahora cómo se analiza esto.
Se puede opinar que la madre se tomó la justicia por su mano y que debe recibir su castigo.
Se puede opinar que la madre es una heroína, que ha impedido que este tío pudiera volver a violar a nadie y que merece la medalla al mérito civil y militar.
La defensa alega que el violador había amenazado con matar a la niña, y que la madre actuó para defender la vida de su hija
Yo no sé qué pensar. Lo que sí sé es que probablemente, en su situación, hubiera hecho una cosa parecida. No puedo decir si está bien o mal, pero sí que muchas madres hubieran hecho lo mismo, o al menos habrían deseado tener el coraje para ello.
Quizá sirva como elemento disuasorio para futuros violadores. Ojalá
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