Esta mañana, en mi paseíto diario por el campo hasta alcanzar la carretera, he sido testigo y, probablemente, la ruina involuntaria, de un amor imposible. Por las callecitas de mi urbanización, llenas de curvas cerradísimas, hay que ir a 2 por hora, lo que te permite ver detalles que se te escaparían yendo más deprisa. A la salida de una de estas curvas he visto, cruzando la carretera, lo que se llama una pareja mixta. Hermosa expresión que renuncio a comentar. En este caso, es exactamente lo que eran. Una perdiz y un (espero) palomo. El galán, indudablemente forastero por su tamaño, su plumaje y sus maneras (la mayoría de las palomas por aquí son lo que creo que se llama torcaces; van vestidas de rosa palo, con su gargantilla blanca, y suelen ir de a dos o tres, contándose secretos indudablemente ajenos y escandalosos, con las cabezas muy juntas, como esas viejecitas que pasan la tarde en las cafeterías "bien"; uy, madre, se me ha hecho largo el paréntesis), iba delante, todo chulo, deslumbrando a su víctima con sus aires de ciudad. La perdiz, inocente señorita de provincias, le seguía recatada, caminando despacito, pero indudablemente fascinada por los andares del gachó.
Desgraciadamente, al acercarse mi coche, Romeo ha decidido que la seguridad ante todo, y ha salido revoloteando, abandonando a su enamorada que, visto como se presentaba el percal, ha renunciado a todo aire de dignidad, y se ha echado una carrerita hasta la cuneta, con mucho meneo de cuello y culeando notablemente.
Para que aprendas, hija, que los chulos de capital no son de fiar
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