Río Guadarrama a su paso por el municipio de Batres
Mi color favorito siempre ha sido el verde, y en esta época del año recuerdo por qué. Salgo de casa por la mañana. El verde sobrio de los pinos contrasta con la algarabía chillona de las acacias, con sus hojas tirando a amarillas, el plateado de los olivos, el ocre de las flores de las encinas... El verde de la madreselva, aún sin flores, se alegra con las flores amarillas del falso jazmín. El melocotonero no sólo ha echado hoja, sino que este año tiene flores (promesa de melocotones como pomelos, si nos fiamos de los de hace dos años). La uña de gato cuelga por el terraplén, esperando para salpicarse de flores rojas y rosas. La hierbabuena y la menta compiten a ver quién ocupa más espacio este año. Los rosales alcanzan ya los largueros de la pérgola, el castaño de indias parece que este año saldrá adelante, después de dos años bastante duros; el sauce llorón llora a mares, largas ramas y hojas lánguidas.
Al salir a la carretera, los álamos negros ya están casi todos brotados. Las encinas, las jaras y los yerbajos indefinidos bordean el asfalto. Llegamos a los campos, cereal a un lado y cepas al otro. Mares verdes, movidos por la brisa, con las puntas teñidas de oro por el sol que está empezando a salir. Terrones de arena, tierra seca y pobre, de la que asoman los muñones nudosos de las vides.
Más adelante, el paisaje extraño del parque natural, tierra amarillenta con una pelusilla verdosa y, salpicados aquí y allá, arbustos y alguna encina despistada. Retazos de sombras alternan con la luz del amanecer, que aún no se ha decidido a iluminar todos los rincones.
La carretera nacional acaba con el verde; cinta gris que seguiré hasta la vuelta, cuando de nuevo los verdes del campo y de mi jardín me den la bienvenida a casa.
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